miércoles, 28 de noviembre de 2012

GLENN GOULD: EL NADADOR INCESANTE



Uno de los pianistas que más ha dado de qué hablar por su manera de interpretar y concebir la música ha sido Glenn Gould. Se cumplen treinta años de su muerte y para revivirlo tenemos este artículo acerca de uno de los mejores interpretes de piano dentro de las páginas de la historia.

Por Rubén Darío Higuera 
Texto publicado en Revista Cartel Urbano

Cae en el piano como si fuera una piscina –una oscura piscina de teclas- y aprende a nadar. No es necesario que sus padres le adviertan sobre la belleza de la música o la importancia de tocar el instrumento. El niño lo intuye. Se apropia de la música que toca su madre como organista en una iglesia presbiteriana de Toronto e intenta reproducirla en el piano de su casa. El niño tiene tres años. Nada y no se ahoga. Toca algunas piezas que, sin saberlo, harán parte de su vida diaria, las perfeccionará y las tocará insistentemente.

A los diez años ingresa al Royal Conservatory of Music. Estudia con el pianista chileno Alberto Guerrero –su único profesor si dejamos a un lado a Florence, su madre-. Se sumerge en el instrumento como un submarino que busca descifrar los abismos de las aguas. Inicia una batalla silenciosa contra el silencio, una batalla musical. Se entrega al arte de la natación tocando a Bach, Mozart, Beethoven. Domina las técnicas y los estilos. El arte de la resistencia. Toca el piano en las mañanas, en las tardes, en las noches. No se ahoga.

Ahora es una tarde de mayo. El niño ha crecido y se prepara para su debut. El cielo de Toronto ha adquirido un tono naranja y brumoso que evoca el efecto del ciclorama o de los telones teatrales de fondo. Se debe a que es la hora de verano y el sol sale a las ocho. Una sala de conciertos poblada por personas de diversas edades ve salir al joven pianista preparado para su inmersión. Gould, el nadador insistente. La orquesta sinfónica de Toronto, dirigida por Bernard Heinze, escucha las primeras notas que el muchacho –ahora tiene catorce años- toca con denuedo y, obedece: sigue el curso de la melodía, se explaya en un mundo de sonoridades que, para el deleite de los espectadores, permite el milagro de la música.

Al día siguiente un crítico publica con saña y tono de disgusto, en uno de los diarios de la ciudad, que la grandeza del cuarto concierto de Beethoven fue dejada irresponsablemente en las manos de un niño y finaliza su artículo con escozor, rascándose la cabeza: “¿Por quién se ha tomado este muchachito? ¿por Schnabel?” Desde ahí y de manera constante el pianista será blanco de la crítica. Gould seguirá nadando y muchos intentarán ahogarlo, pero lo que hace se sostiene solo y lo que empezó con Beethoven seguirá durante años con la música de Gibbons, Mozart o Schömberg. No importa ya lo que quieran hacer, el arte de la resistencia y la natación en la piscina de teclas ya se ha perfeccionado lo suficiente como para ponerle freno.

Hay que aclarar, sin embargo, que si bien el debut fue con el compositor de La Patética y La Pastoral, el nadador debe su música y todo lo que es –todo lo que será- a un solo compositor: Bach. Es su amor por la música de Bach lo que le pone sobre la pileta nuevas formas de natación. Bach impregna todo lo que hace y es con su música que empieza una nueva afición: la especulación contrapuntística. Horas y horas en el piano, tocando, estudiando y componiendo fugas a cuatro, cinco, seis voces.

El muchacho, como es habitual, crece. Abandona el colegio al que alguna vez entró con terror y miedo. ¿Cómo protegerse de los hábitos del mundo exterior? Se preguntó la primera vez que ingresó en ese mundo de niños, en esa sociedad infantil. Es un domingo de 1950 y Gould camina por las calles de Toronto. De la época como escolar queda poco, es decir, queda lo que tiene que quedar: la imaginación desbordada –polirritmias y cromatismos, tonos y semitonos como piezas de puzzle usadas a su antojo-. Gould camina y visto desde lejos parece que sabe a donde se dirige. No se detiene ni hace preguntas a quienes pasan por su lado. Si seguimos sus pasos y somos cuidadosos, entraremos con él, por primera vez, a un estudio de grabación. Es aquí donde Gould pone a disposición de los sabuesos de producción sus servicios como pianista que, para esta ocasión, se tratará de tocar en directo una sonata de Mozart y una de Hindemith. A partir de este domingo empieza a insinuarse el rumbo que tomará su vida: una verdadera historia de amor con el micrófono y las nuevas tecnologías, con los estudios de grabación.

A todo lugar al que se dirige, Gould va acompañado por un curioso objeto. Se trata de una silla chirriante que su padre, Russell Herbert, adecuó para Glenn cuando contaba con ocho años con el fin de que pudiera quedar a la altura del piano. El teclado a la altura de los ojos. Desde su infancia y hasta los últimos días de su vida, Gould se resiste a tocar en taburetes hechos para interpretar el instrumento, no se separa jamás de la desvencijada silla y, para incomodidad y reproche de algunos, se recuesta en el espaldar durante recitales, grabaciones o ensayos, sacando de ella un particular ruido que se convertirá en un sello personal de su vida y obra. Pero no basta con esto. Al tiempo que toca canturrea fragmentos de la música que produce y se abstiene de quitarlos de las grabaciones. Si un disco de Gould se reproduce no solo se escucha la mirada tan particular y personal del pianista sobre la música de Bach, Shömberg o Anton Webern, también hay otra voz, otra sonoridad: el ruido incesante de una silla maltrecha y vieja, el canturreo victorioso de quien divide las aguas.

Glenn Gould continúa su peregrinaje. Navega por los océanos indescifrables de la polifonía, del ritmo y el contrapunto. Nada y no se ahoga.

En 1955, luego de un recital que ofrece en el Town Hall en New York, Gould graba con Columbia Masterworks, las Variaciones Goldberg, de J. S. Bach, e inicia una vida de recitales y presentaciones en público a la que dirá adiós en 1964, cansado del glamour y con la certeza absoluta de que dar conciertos es hacer trampa en su peregrinaje. Porque lo sabe y lo asegura: tocar en público es tocar viejos temas manidos que ya se han grabado, es intentar arreglárselas con el mínimo esfuerzo, tocando todo del mismo modo, con una increíble falta de imaginación. Además, Gould se pasea alrededor de su piano y piensa en algo que no puede comprender: ese placer sádico que tienen las personas de ir a presentaciones para ver qué pasa, como si de una corrida de toros se tratara.

Ese es nuestro personaje: Glenn Gould, un hombre que camina encorvado mientras mueve sus manos y dibuja en el aire la cadencia de una sinfonía, el lento desarrollo de una fuga. Pero al pianista también le gustan los autos, y le gusta especialmente manejarlos cuando la radio está encendida. Un gusto que no abandona porque encerrado en un automóvil con la música que le gusta o llama su atención -la que responde a sus inquietudes contrapuntísticas-, se siente protegido, se mantiene a cierta distancia del mundo. Qué infeliz hubiera sido este hombre en el siglo diecinueve.

Lee a Thomas Mann y a T. S. Eliot. A todos los rusos. Lee a Kafka. Ha decidido estar preso con la única condición de saberse inocente. Un puritano opuesto a todo tipo de competición. Un hombre que contempla desde su celda la piscina en la que se sumerge y en la que se abstrae del mundo. No se adhiere a la idea de libertad que prevalece en occidente, pues la libertad de expresión no es otra cosa para él que una forma tolerada de agresión verbal y la libertad de movimiento una forma de agitación. Cuando habla con sus amigos o decide tener momentos de vida social, prefiere hacerlo a través del teléfono, aparato que le permite la felicidad de vencer la distancia sin necesidad de estar frente a frente a su interlocutor, ya que la presencia humana lo desconcierta. Se aferra a su interior. El encarcelamiento le permite medir su propia movilidad. Compone, interpreta, escribe. Nada y no se ahoga.

Han pasado los años y Gould aún conserva su espíritu juvenil. Entrega años de su vida a construir su laboratorio personal de la fuga y la polifonía. Compone el cuarteto para cuerda Opus 1 y escribe tratados para sí mismo sobre el arte de interpretar y componer. A estas alturas, él lo sabe, su modo de abordar la música e interpretarla es rehacerla, es componerla nuevamente. Un intérprete es –debería ser- un compositor. Pasa días en el piano, noches enteras en el estudio de grabación. Duerme poco. Los periodistas dicen de él que siempre viaja con una maleta llena de pastillas, él se divierte con la exageración, sabe perfectamente que su equipaje cabe en un maletín. Ha grabado todo Bach. Ha tocado y recompuesto a Brahms, Schumann. Ha reinventado a Mozart.

Gould arremete de nuevo con las Variaciones Goldberg. Es 1981 y un hombre lo acompaña –Bruno Monsaingeon, violinista francés, documentalista y escritor-. Hablan de la música que grabarán y del modo que lo harán. Gould tocará y repetirá las variaciones. Monsaingeon lo registrará en video y se producirá un nuevo trabajo musical que no repetirá nada de la antigua versión, la que Gould grabara cuando tenía veintitrés años. No es tarea fácil. El piano suena y Glenn escucha la cinta que lo reproduce. Insiste en repetir. Algunas tomas son rodadas hasta veintiséis veces.

Meses después, cuando la grabación finaliza, Gould escucha el resultado: limpio, puro, sin falsedad. Se dedica a una vida monacal, trabajo intenso y soledad. Una especie de sacerdote ecuménico que nos ha dejado el evangelio según Bach. Cruza las aguas. Un derrame cerebral le quita la vida un día de octubre de 1982, pocos días después de haber cumplido cincuenta años. Sus amigos y conocidos hablan de muerte prematura, de la injusticia de ver marchar a un ángel o un pequeño dios. Gould se marcha y no se queja, su voz queda ahí, en su evangelio. Ya es tarde para silenciarlo, tarde para ahogarlo. Gould nada y abandona el mundo. No se ahoga.