miércoles, 15 de enero de 2014

Yo, Jairo Pinilla


Los personajes de sus películas van de una serpiente marihuanera a una silla eléctrica satánica. Cree que en Colombia nadie se ha arriesgado a innovar en el cine tanto como él. Siempre dobla la voz de sus actores. Su nombre es Jairo Pinilla y lleva cuarenta años haciendo cine sin actores profesionales, sin efectos, sin dinero.

Por Rubén Darío Higuera


Yo que nací en Cali y siempre fui un niño inventivo, yo que obtuve los mejores resultados en Matemáticas durante el tiempo que estuve en el colegio, en Bogotá, la ciudad a la que se mudaron mis padres cuando yo tenía tres años de edad, yo que tuve mi primer encuentro amoroso con el cine cuando vi El ladrón de Bagdad y contaba apenas con siete años, yo que fui un adolescente amante del ciclismo y la canción popular y durante tardes y noches me dediqué a cantar boleros o baladas de la nueva ola de mi generación, yo que preferí dedicarme a ver películas durante mi juventud antes que hacer el mal, y conocí teatros y en ellos las películas y las canciones de Pedro Infante y Jorge Negrete, esos dos inigualables artistas mexicanos, yo que decidí entrar a la universidad a estudiar Ingeniería Electrónica pero la abandoné porque el destino me tenía preparado otro camino, yo que trabajé como reparador de radios y televisores para pagar mis vicios, entre ellos, visitar juiciosamente las salas de cine del centro de la ciudad, yo que conocí a Steven Spielberg y Robert Zamackis en la derruida pantalla de un televisor de alcoba y entre las voces de los amigos, yo que fui a México y allí me quedé durante cuatro años y conocí muchos estudios de grabación y fui feliz, más feliz de lo que hasta ahora había sido, yo que en 1975 realicé una de mis primeras películas –la primera que el mundo vio-, en Chocontá, un pequeño pueblo de Colombia, donde encontré el cementerio ideal para grabar varias escenas, yo que llamé ese primer trabajo cinematográfico Funeral Siniestro con la certeza absoluta de que en tierra colombiana poco o nada se había hecho sobre el terror y la muerte en el séptimo arte, yo que decidí cambiar la historia del cine colombiano obedeciendo solo a mis fantasías y caprichos, mas no a los dogmas autoritarios de los conocedores y críticos, yo que vi y escuché cómo mi asistente de cámara mientras registraba la entrada de un ataúd desde uno de lo huecos del cementerio, de repente nos dio aviso de que había enterrado sus pies en un cadáver, haciéndonos reír a todos, descubriendo los restos ya marchitos de alguien que vaya uno a saber de qué murió, yo que esperé cuatro años para mostrarle al mundo mi siguiente película, una hermosa historia de balas y de muertos que supe titular como Área Maldita, yo que un año después de mi segundo éxito realicé mi mejor trabajo, el cual tuvo gran acogida entre jóvenes neófitos y también entre los cinéfilos más avezados, yo que vi, en ese lejano 1980, cómo la gente hacía una larga fila para asistir al teatro a ver mi película y escuché, entre tantas sinfonías, de qué modo se referían a mis trabajos, yo que no repetí jamás el mismo film que se viene haciendo desde que se inventó el cine nacional, yo que fui testigo de cuando en un canal local de Medellín estrenaron mi éxito 27 horas con la muerte y el presentador hablaba desde un ataúd con gesto cansino, causando asombro y algunas risas que acrecentaron la admiración del público televidente, yo que decidí doblar todas mis películas –y hasta el día de mi muerte lo seguiré haciendo- porque entendí y logré comprender que actuar bien no quiere decir hablar correctamente, proyectar la voz, yo que he gozado del reconocimiento tanto como de la más injusta crítica,  yo que logré hacer la única película colombiana que no parece –o no es- televisión, por allá en 1983, llamada Triángulo maldito, en donde usé barcos gigantescos, escenas en altamar, y conté con gente de todas las nacionalidades, yo que le pedí un préstamo a Focine para una película que me costó treinta millones de pesos y me dieron solo diez, y fui embargado porque me cobraron la plata antes de tiempo y no tuve cómo pagarla, y me dejaron sin equipos, sin moviola, sin nada, yo que sentí la envidia de los que me veían lograr lo que ellos, con dinero y patrocinio, no habían logrado, yo que no silencié mi obra por las circunstancias y realicé Paseo Funesto, en video, porque los ampones del gobierno me dejaron sin cámaras, yo que conocí y amé a Hildegar Aer y con ella tuve tres hijos que he visto crecer y triunfar fuera de Colombia, yo que he caminado Bogotá como pocos y he visitado sus mesas de billar y me he sentado en sus cafés, en los que he escrito un buen número de guiones, algunos de esos en espera de ser filmados, yo que estoy convencido de que la escritura de un guión es el momento de la reflexión y el análisis, y el rodaje es el tiempo de la ejecución, en el que no hay espacio para ponerse a pensar qué es lo que vamos a hacer, yo que siempre he sido reticente a usar actores profesionales porque terminan imponiendo su terquedad y fama para autopublicitarse, yo que sé y he comprendido que un buen filme no necesita grandes actores sino grandes personajes, yo que fumo Mustang azul al tiempo que me carcajeo y hablo, yo que vivo en el Barrio El Tunal, al sur de Bogotá, desde hace muchos años y ahí mismo, en un conjunto de apartamentos, tengo mi estudio de producción, yo que soy el único dueño y empleado del SonoFilms Corporation, la productora que fundé desde el mismísimo momento en que decidí hacer cine y que aún continúa vigente pese a los años, pese a la crítica, pese a la falta de dinero, yo que nunca he trabajado para otros porque mi arte es único e irrefrenable, yo que –por poco lo olvido- hice la única película en inglés (doblada también) que se ha hecho dentro de Colombia y en la que actuó Patricia Silva cuando apenas lograba hacer reír, yo que me he aburrido leyendo libros o permaneciendo sentado frente al televisor, dos actividades que encuentro completamente inútiles, yo que he reído y he llorado y he sentido como un niño, yo que me asusté cuando contemplé El exorcista aún cuando reconozco que no hay nada que me asuste, yo que fui burlado y apaleado apenas inició el siglo veintiuno por Caracol Televisión y su programa Séptimo Día cuando aseguraron que yo estaba loco, que era un miserable, yo que como helados mientras camino por mi barrio al tiempo que pienso historias cortas que me sirvan para trabajarlas con algún amigo que haga de actor o de ayudante, yo que he escuchado a Henry López, mi discípulo y más fiel admirador –compinche, colega, amigo- que yo pertenezco a la estirpe de hombres osados, porque sin dinero, sin apoyo, continúo en la batalla y me he ganado el aplauso de muchos, yo que al igual que él pienso que soy un director de cine clásico, que me mantengo fiel al buen uso de la cámara y no a los efectos especiales que tan fácil se logran con un buen computador, yo que escribí el guión El fango de la muerte, en donde demuestro que el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán ocurrido en 1948 está relacionado con la tragedia de Armero en 1985, pero tendrán que esperar hasta que la lleve al cine para comprenderlo, yo que hice mi última película en el año 2005 y fue la primera –así lo digo y lo afirmo- en digital que se hacía en nuestro país y frente a la escasez de salas que pudieran proyectarla por no tener los avances tecnológicos que requería, no pude estrenarla, yo que elegí a Hibeneth Sánchez entre un casting de sesenta y cinco mujeres y supe, desde el momento en que miré sus ojos verdes y su piel morena, que ella era la persona adecuada para ser la actriz principal, yo que la escuché decir que haber trabajado conmigo era para ella una verdadera forma de explorarse, de reconocerse, y de aprender que el universo es insólito, como el final de mi película, la que ella tan prolijamente actuó, yo que ahora exploro con el 3D y hago pruebas casi a diario con mi amigo Henry López y mi cámara Panasonic SDT 750 hasta lograr un buen manejo, una buena técnica con la que haré algo revolucionario, yo que enciendo un cigarrillo mientras voy a la cocina para preparar un café negro que prefiero no muy fuerte, yo que soy atento y servicial con quienes vienen a visitarme, algunas veces para preguntar cosas relacionadas con mi cine -el verdadero cine colombiano-, algunas otras solo para charlar, yo que prefiero no hablar de mi vida privada porque frente a mi obra es lo más insignificante, yo que soy feliz y vivo bien, sin flaquezas de salud, sin pobreza, sin angustiarme, yo que vivo solo, que estoy solo desde que vi morir a mi mujer por secuelas de una trombosis, yo que aunque solo, no estoy desamparado porque soy creyente y la Virgen María a la que le he edificado un altar en mi estudio –uno de los cuartos de mi apartamento- siempre me acompaña, yo que tuve un cuarto hijo y amé y vi marcharse a Gladys, su madre, hacia otro mundo porque la asesinaron, yo que no he logrado vivir del cine pero tengo el auspicio de mis cuatro hijos para poder vivir y comer –y fumar y preparar el café negro que prefiero no muy fuerte-, yo que nací un día de agosto y crecí y corrí y ahora espero recibir mi aniversario número setenta, yo que a finales de 2011 fui invitado al festival Zinema Zombie, al lado del tímido y muy sigiloso Luis Ospina, y entre los dos realizamos y actuamos el video de apertura, yo que me sé divertir y sé guardar silencio frente a situaciones adversas, yo que pronto estrenaré la película Porque lloran las campanas, la misma que hice en 2005 pero que ahora espero pasar a 3D, yo que llevo sobre mi cabeza y hombros una caspa que no me incomoda aunque algunos se detengan a mirarla, yo que al día de hoy ya completo un poco más de cincuenta producciones, algunas largas y otras bastante cortas, a las que algunos han calificado como bodrios, otros pocos como obras de arte, yo que hice tantas cosas y creí en tantas otras ahora me quieren hacer creer que solo soy un viejo y que es mayor el olvido y que nadie se interesará por mi obra. Pero no, no será así. No podrá ser así. Porque soy un nombre, una historia, un sello. Una marca.