Los
personajes de sus películas van de una serpiente marihuanera a una silla
eléctrica satánica. Cree que en Colombia nadie se ha arriesgado a innovar en el
cine tanto como él. Siempre dobla la voz de sus actores. Su nombre es Jairo
Pinilla y lleva cuarenta años haciendo cine sin actores profesionales, sin efectos, sin dinero.
Por Rubén Darío
Higuera
Yo
que nací en Cali y siempre fui un niño inventivo, yo que obtuve los mejores resultados
en Matemáticas durante el tiempo que estuve en el colegio, en Bogotá, la ciudad
a la que se mudaron mis padres cuando yo tenía tres años de edad, yo que tuve
mi primer encuentro amoroso con el cine cuando vi El ladrón de Bagdad y contaba apenas con siete años, yo que fui un
adolescente amante del ciclismo y la canción popular y durante tardes y noches
me dediqué a cantar boleros o baladas de la nueva ola de mi generación, yo que
preferí dedicarme a ver películas durante mi juventud antes que hacer el mal, y
conocí teatros y en ellos las películas y las canciones de Pedro Infante y
Jorge Negrete, esos dos inigualables artistas mexicanos, yo que decidí entrar a
la universidad a estudiar Ingeniería Electrónica pero la abandoné porque el
destino me tenía preparado otro camino, yo que trabajé como reparador de radios
y televisores para pagar mis vicios, entre ellos, visitar juiciosamente las
salas de cine del centro de la ciudad, yo que conocí a Steven Spielberg y
Robert Zamackis en la derruida pantalla de un televisor de alcoba y entre las
voces de los amigos, yo que fui a México y allí me quedé durante cuatro años y
conocí muchos estudios de grabación y fui feliz, más feliz de lo que hasta
ahora había sido, yo que en 1975 realicé una de mis primeras películas –la
primera que el mundo vio-, en Chocontá, un pequeño pueblo de Colombia, donde
encontré el cementerio ideal para grabar varias escenas, yo que llamé ese
primer trabajo cinematográfico Funeral
Siniestro con la certeza absoluta de que en tierra colombiana poco o nada
se había hecho sobre el terror y la muerte en el séptimo arte, yo que decidí
cambiar la historia del cine colombiano obedeciendo solo a mis fantasías y
caprichos, mas no a los dogmas autoritarios de los conocedores y críticos, yo
que vi y escuché cómo mi asistente de cámara mientras registraba la entrada de
un ataúd desde uno de lo huecos del cementerio, de repente nos dio aviso de que
había enterrado sus pies en un cadáver, haciéndonos reír a todos, descubriendo
los restos ya marchitos de alguien que vaya uno a saber de qué murió, yo que
esperé cuatro años para mostrarle al mundo mi siguiente película, una hermosa
historia de balas y de muertos que supe titular como Área Maldita, yo que un año después de mi segundo éxito realicé mi
mejor trabajo, el cual tuvo gran acogida entre jóvenes neófitos y también entre
los cinéfilos más avezados, yo que vi, en ese lejano 1980, cómo la gente hacía una
larga fila para asistir al teatro a ver mi película y escuché, entre tantas
sinfonías, de qué modo se referían a mis trabajos, yo que no repetí jamás el
mismo film que se viene haciendo desde que se inventó el cine nacional, yo que
fui testigo de cuando en un canal local de Medellín estrenaron mi éxito 27 horas con la muerte y el presentador
hablaba desde un ataúd con gesto cansino, causando asombro y algunas risas que
acrecentaron la admiración del público televidente, yo que decidí doblar todas
mis películas –y hasta el día de mi muerte lo seguiré haciendo- porque entendí
y logré comprender que actuar bien no quiere decir hablar correctamente,
proyectar la voz, yo que he gozado del reconocimiento tanto como de la más
injusta crítica, yo que logré hacer la
única película colombiana que no parece –o no es- televisión, por allá en 1983,
llamada Triángulo maldito, en donde
usé barcos gigantescos, escenas en
altamar, y conté con gente de todas las nacionalidades, yo que le pedí un
préstamo a Focine para una película que me costó treinta millones de pesos y me
dieron solo diez, y fui embargado porque me cobraron la plata antes de tiempo y
no tuve cómo pagarla, y me dejaron sin equipos, sin moviola, sin nada, yo que
sentí la envidia de los que me veían lograr lo que ellos, con dinero y
patrocinio, no habían logrado, yo que no silencié mi obra por las
circunstancias y realicé Paseo Funesto,
en video, porque los ampones del gobierno me dejaron sin cámaras, yo que conocí
y amé a Hildegar Aer y con ella tuve tres hijos que he visto crecer y triunfar
fuera de Colombia, yo que he caminado Bogotá como pocos y he visitado sus mesas
de billar y me he sentado en sus cafés, en los que he escrito un buen número de
guiones, algunos de esos en espera de ser filmados, yo que estoy convencido de
que la escritura de un guión es el momento de la reflexión y el análisis, y el
rodaje es el tiempo de la ejecución, en el que no hay espacio para ponerse a
pensar qué es lo que vamos a hacer, yo que siempre he sido reticente a usar
actores profesionales porque terminan imponiendo su terquedad y fama para
autopublicitarse, yo que sé y he comprendido que un buen filme no necesita
grandes actores sino grandes personajes, yo que fumo Mustang azul al tiempo que
me carcajeo y hablo, yo que vivo en el Barrio El Tunal, al sur de Bogotá, desde
hace muchos años y ahí mismo, en un conjunto de apartamentos, tengo mi estudio
de producción, yo que soy el único dueño y empleado del SonoFilms Corporation,
la productora que fundé desde el mismísimo momento en que decidí hacer cine y
que aún continúa vigente pese a los años, pese a la crítica, pese a la falta de
dinero, yo que nunca he trabajado para otros porque mi arte es único e
irrefrenable, yo que –por poco lo olvido- hice la única película en inglés
(doblada también) que se ha hecho dentro de Colombia y en la que actuó Patricia
Silva cuando apenas lograba hacer reír, yo que me he aburrido leyendo libros o
permaneciendo sentado frente al televisor, dos actividades que encuentro
completamente inútiles, yo que he reído y he llorado y he sentido como un niño,
yo que me asusté cuando contemplé El
exorcista aún cuando reconozco que no hay nada que me asuste, yo que fui
burlado y apaleado apenas inició el siglo veintiuno por Caracol Televisión y su
programa Séptimo Día cuando aseguraron que yo estaba loco, que era un
miserable, yo que como helados mientras camino por mi barrio al tiempo que
pienso historias cortas que me sirvan para trabajarlas con algún amigo que haga
de actor o de ayudante, yo que he escuchado a Henry López, mi discípulo y más
fiel admirador –compinche, colega, amigo- que yo pertenezco a la estirpe de
hombres osados, porque sin dinero, sin apoyo, continúo en la batalla y me he
ganado el aplauso de muchos, yo que al igual que él pienso que soy un director
de cine clásico, que me mantengo fiel al buen uso de la cámara y no a los
efectos especiales que tan fácil se logran con un buen computador, yo que
escribí el guión El fango de la muerte,
en donde demuestro que el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán ocurrido en 1948
está relacionado con la tragedia de Armero en 1985, pero tendrán que esperar
hasta que la lleve al cine para comprenderlo, yo que hice mi última película en
el año 2005 y fue la primera –así lo digo y lo afirmo- en digital que se hacía
en nuestro país y frente a la escasez de salas que pudieran proyectarla por no
tener los avances tecnológicos que requería, no pude estrenarla, yo que elegí a
Hibeneth Sánchez entre un casting de sesenta y cinco mujeres y supe, desde el
momento en que miré sus ojos verdes y su piel morena, que ella era la persona
adecuada para ser la actriz principal, yo que la escuché decir que haber
trabajado conmigo era para ella una verdadera forma de explorarse, de
reconocerse, y de aprender que el universo es insólito, como el final de mi
película, la que ella tan prolijamente actuó, yo que ahora exploro con el 3D y
hago pruebas casi a diario con mi amigo Henry López y mi cámara Panasonic SDT
750 hasta lograr un buen manejo, una buena técnica con la que haré algo
revolucionario, yo que enciendo un cigarrillo mientras voy a la cocina para
preparar un café negro que prefiero no muy fuerte, yo que soy atento y
servicial con quienes vienen a visitarme, algunas veces para preguntar cosas
relacionadas con mi cine -el verdadero cine colombiano-, algunas otras solo
para charlar, yo que prefiero no hablar de mi vida privada porque frente a mi
obra es lo más insignificante, yo que soy feliz y vivo bien, sin flaquezas de
salud, sin pobreza, sin angustiarme, yo que vivo solo, que estoy solo desde que
vi morir a mi mujer por secuelas de una trombosis, yo que aunque solo, no estoy
desamparado porque soy creyente y la Virgen María a la que le he edificado un
altar en mi estudio –uno de los cuartos de mi apartamento- siempre me acompaña,
yo que tuve un cuarto hijo y amé y vi marcharse a Gladys, su madre, hacia otro
mundo porque la asesinaron, yo que no he logrado vivir del cine pero tengo el
auspicio de mis cuatro hijos para poder vivir y comer –y fumar y preparar el
café negro que prefiero no muy fuerte-, yo que nací un día de agosto y crecí y
corrí y ahora espero recibir mi aniversario número setenta, yo que a finales de
2011 fui invitado al festival Zinema Zombie, al lado del tímido y muy sigiloso
Luis Ospina, y entre los dos realizamos y actuamos el video de apertura, yo que
me sé divertir y sé guardar silencio frente a situaciones adversas, yo que
pronto estrenaré la película Porque
lloran las campanas, la misma que hice en 2005 pero que ahora espero pasar
a 3D, yo que llevo sobre mi cabeza y hombros una caspa que no me incomoda
aunque algunos se detengan a mirarla, yo que al día de hoy ya completo un poco
más de cincuenta producciones, algunas largas y otras bastante cortas, a las
que algunos han calificado como bodrios, otros pocos como obras de arte, yo que
hice tantas cosas y creí en tantas otras ahora me quieren hacer creer que solo
soy un viejo y que es mayor el olvido y que nadie se interesará por mi obra.
Pero no, no será así. No podrá ser así. Porque soy un nombre, una historia, un
sello. Una marca.